jueves, 22 de abril de 2010

Cercanías


A lo largo de cinco años la rutina del viaje hasta el trabajo sólo se había visto interrumpida por las obras de reparación en una u otra estación, algo que por otra parte apenas sucedió. Salir de casa con la comida aún a medio tragar, autobús hasta la estación de tren, media hora de cercanías, cuatro paradas de metro y otros diez minutos andando hasta la oficina.

Cuando aceptó el puesto en turno de tarde se convenció a sí misma de que era algo temporal, aunque ningún responsable de la empresa le había sugerido la posibilidad de que en el futuro hubiera opciones de cambio a la mañana. Sin embargo, después de este tiempo, se sentía satisfecha con el horario, pese a las malas digestiones de mediodía.

Además, el turno de tarde tenía una ventaja adicional para ella: era una lectora casi obsesiva y durante los trayectos de ida y vuelta devoraba todo tipo de libros, algo que no podría hacer si subiera al tren a las siete de la mañana, ya que a esa hora el vagón siempre iba tan abarrotado que era imposible moverse y mucho menos leer.
Disfrutaba sobre todo con la novela histórica y ensayos no demasiado especializados referentes a estudios del comportamiento humano, inteligencia emocional o autoayuda. Le gustaba aprender tal o cuál cosa acerca de la gesticulación de las personas en diferentes situaciones y luego hacer “estudios de campo” en el trayecto, observando los cambios de posturas de los viajeros, sus movimientos de manos al hablar, las variaciones en la expresión de la cara...

Un jueves de mayo, de regreso a casa, paso algo. El día había sido muy estresante, con mucha tensión en el trabajo a consecuencia de los plazos del último proyecto, que sería difícil que pudieran cumplirse. El equipo estaba completamente involucrado en la obtención de un resultado positivo, pero la falta de tiempo les tenía a todos nerviosos y finalmente hubo una discusión general, aunque cinco minutos después las aguas volvieron a su cauce. Desde que salió de la oficina Julia no podía parar de pensar en la bronca y la novela no acababa de arrancarla de ese estado nervioso.
Sin embargo, al llegar a la página 231 tuvo una extraña sensación de mareo y observó, incrédula, como las hojas quedaban en blanco a excepción de una frase: “…acompañada por el silencio.”. No fue eso lo más raro, sino que al leerla, todo el tren, todo, dejó de emitir ruidos. Los pasajeros, la voz de próxima estación, el traqueteo, el ruido de máquinas, todo. Ni siquiera las puertas al abrir o cerrar producían sonido, y el jaleo del exterior había desaparecido.

Julia miraba a las personas que viajaban en su vagón, sorprendida, y veía que nadie se alarmaba, como si esa sordera global no afectara a los demás, aunque nadie hablaba con nadie, ni veía que hubiese gente con un reproductor de música encendido o charlando por el móvil. Para todos el silencio era el mismo, sólo Julia era consciente de lo extraño del momento.

Al llegar a su parada y abrirse las puertas, el ruido volvió al tren. Realmente el silencio la había acompañado.

Intentó analizar qué había pasado mientras caminaba despacio hasta su casa, pero no encontraba una explicación lógica a lo que acababa de vivir. Pese a ello, y aunque no era persona de guardar secretos, optó por no comentar con nadie su experiencia, le parecía demasiado rara para ser tomada en serio.

Durante las siguientes semanas se fue olvidando del incidente, restándole importancia y queriendo autoconvencerse de que aquello o no pasó o tuvo como origen el estrés y que hubo de ser una especie de bloqueo mental de protección, algo que por otra parte había leído en uno de sus libros comportamiento de la mente.

El último viernes de junio estaba marcado en rojo en la agenda de la oficina a consecuencia de la visita que el presidente y cofundador de la empresa, Walter Masticow, había previsto. El buen señor salía muy excepcionalmente de la central de New York para conocer las sucursales mundiales y en esta ocasión el motivo no era otro que su deseo de felicitar personalmente al equipo que, pese a todos los indicadores negativos que un mes antes obligaban a pensar en un desastre en la ejecución del proyecto, había obtenido los mejores resultados europeos de la década.
Para la ocasión el jefe de Julia había solicitado a todo el personal que se visitera de etiqueta, ya que tras la visita irían a celebrarlo a un restaurante muy exclusivo y a tomar unas copas. Ella eligió un vestido rojo un tanto atrevido, pero no por que fuera excesivamente ajustado o de mal gusto, sino por que resaltaba sus curvas de forma atractiva y elegante. El maquillaje era ligero, pero un poco más intenso del que solía llevar, y el collar y la pulsera que eligió como complementos resaltaban aún más su buen gusto.

Al subir comprobó que, como cada viernes a esas horas en dirección Madrid, había pocos pasajeros, de modo que eligió un asiento en una zona bastante despejada de gente. Llevaba en sus manos una novela que la había enganchado desde el principio y que estaba ambientaba en los conflictos cristiano-musulmanes en el último siglo de la reconquista hispana. Esta vez no se fijó en el número de página, no le dio tiempo, ya que la misma sensación de mareo que experimentó un mes atrás volvió a dominarla y, en un libro con páginas en blanco, leyó una única frase “…la miré, absorto en su belleza”.

Julia levantó la cabeza y comprobó que todo el pasaje del tren de cercanías, mujeres y hombres, se había vuelto hacia ella, observándola como quien mira una obra maestra en un museo, perdidos en la atracción irremediable que desprendía esa mujer vestida de rojo.

Se sintió turbada, tanto que hubo de bajarse en la siguiente estación. Nadie había intentado nada fuera de lugar, ni siquiera le habían dirigido la palabra, pero esa sensación de ser observada la había sobrepasado momentáneamente.

Tomo asiento esperando el siguiente tren y entendió que ya no podía tratarlo como si fuera un desvarío o consecuencia de la tensión, aunque no entendía qué motivaba esas reacciones o qué pasaba exactamente durante ese instante de mareo y transformación del libro. En las dos ocasiones había pasado exactamente lo escrito en el libro, pero ¿por qué?¿Había algo en ella que lo provocara?

Siguió dándole vueltas mientras llegaba a la oficina, pero una vez allí se centró en el trabajo y en la visita del jefazo americano. La cena fue agradable y tras un par de copas cogió un taxi para volver a casa.

La mañana siguiente empezó a investigar en internet, buscando casos parecidos o explicaciones que la convencieran de qué podía ser aquello y cómo funcionaba, si era inconsciente algo debía provocarlo y si era consciente quería conocer el mecanismo de activación para saber a qué podía conducir.

Nada. Nada ni remotamente similar en páginas especializadas, foros, universidades…nada. Julia se sentía rara, ni siquiera tenía claro si era un don o un problema, pero estaba decidida a saber más. Eligió un domingo por la mañana por que sabía que si pasaba algo negativo o que la pusiera en una situación embarazosa habría menos personas como testigos, pero las suficientes para pedir ayuda si la necesitaba.
Escogió un libro que ya había leído y que sabía que la haría reír, estaba de buen humor y muy positiva, convencida de que iba a encontrar la clave de esos sucesos.
Subió al vagón a las diez y diez de la mañana y durante algo más de una hora leía más pendiente de la gente que la rodeaba que del propio libro. No es que su ánimo se viera quebrado, pero sí empezaba a sentirse algo tonta, de modo que bajó en una estación cualquiera, tomó un café, intentó olvidar qué estaba haciendo y entonces sí empezó a leer atendiendo a la historia y disfrutando nuevamente de las historias de Gürmel, el pianista de doce dedos.

Volvió a subir al tren y calculó que aún le quedaban unos cuarenta minutos hasta su parada, se sentó junto a una ventana y siguió devorando páginas, divirtiéndose. Y volvió a pasar.

Esta vez estaba preparada. Se centró en las sensaciones, primero un cosquilleo en el vientre, luego una pequeña sacudida en su cabeza y el mareo. Fijó su atención en el libro y descubrió que las líneas se difuminaban, todas menos una, que seguía fija en su sitio, como si esperara ser leída. “…riendo todos juntos”.

El tren entero estalló en carcajadas, mirándose unos a otros sin saber qué estaba pasando, simplemente reían sin parar. Julia observaba atónita, pero pronto se unió a ellos, riendo cada vez más fuerte, sin tensión, sin vergüenza. El tren paraba, abría sus puertas, salían algunos pasajeros casi doblados de risa y entraban otros que nada más cruzar las puertas caían en la misma situación. Incluso los que habían bajado seguían riendo, mientras los pasajeros del andén les miraban extrañados.

Reían tanto que Julia empezó a preocuparse por que veía a la gente con gestos que indicaban que empezaban a sentirse mal, apretándose con las manos el vientre o la mandíbula. Ella podía controlarlo, podía dejar de reír cuando quisiera, pero los demás no, y recordó que en las ocasiones anteriores todo parecía cesar cuando ella bajaba del tren.

Lo hizo en la siguiente parada y desde fuera observó como la calma llegaba a los viajeros, que retomaban sus asientos con claros síntomas de cansancio y dolor. Dedujo que si eso pasaba a los que estaban dentro, también debía ser así con las personas que se habían bajado antes que ella, y se sintió un tanto aliviada…y preocupada.
Hasta ese momento había vivido tres experiencias, cada una diferente en cómo afectaba a los demás o a ella misma, pero en los tres casos le había sucedido en el tren, cuando estaba más enfrascada en la lectura y, aunque le parecía imposible, al llegar a una página en la que alguna frase coincidía con su estado de ánimo.

Nada explicaba por qué todo lo que la rodeaba durante el trance respondía a sus sentimientos, pero era así y, aunque entendía ahora el funcionamiento, dudaba de que fuera capaz de controlarlo de forma consciente.

Durante los siguientes fines de semana experimento con diversos libros y una predisposición previa para intentar conseguir cosas concretas. Al principio fue difícil, pero poco a poco dominó el funcionamiento del don y generaba a su voluntad las reacciones que deseaba, ya fueran alegría, reflexión o ira. Además comenzó a controlar los tiempos al descubrir que siempre se eliminaban los efectos de esa intoxicación común cuando ella dejaba el tren, por lo que elegía cuidadosamente los momentos en los que quería generar una u otra reacción. Si buscaba enfado, lo hacía muy cerca de la parada siguiente, de modo que el efecto fuera muy breve, pero si pretendía que las personas que viajaban con ellas disfrutaran de una sensación de tranquilidad, lo hacía en los momentos más largos posibles.

Así descubrió su capacidad de potenciar las emociones de las personas, pero también dos claves del proceso. La primera, que sólo tenía esa habilidad dentro del tren, ya que lo había intentado en autobús, metro e incluso en otro tipo de espacios, como bares, bibliotecas, parques o su propia oficina, pero en ninguno de esos sitios ocurría nada. La segunda, que la gente no recordaba lo que había pasado en el periodo de enajenación. Quizá sí podían retener parte de la sensación, pero no recordaban nada de lo que había pasado.

Una noche de noviembre, de regreso a casa, Julia leía un ensayo científico acerca de funciones y acciones inconscientes del cerebro. Iban pocas personas en el vagón, casi todas ensimismadas en sus cosas, menos dos chicos hablaban animadamente a unos cinco metros de su asiento. Ella apenas les prestaba atención, hasta que la charla se tornó discusión y los gritos de ambos la obligaron a levantar la vista del texto. Observó como las palabras cambiaron a gestos y los gestos a una violenta pelea, con ambos chicos enzarzados brutalmente, mientras los demás viajeros permanecían paralizados por la situación.

Uno de los chavales comenzó a correr hacia el fondo del vagón, en dirección a Julia, pero el otro le alcanzó justo delante de ella y, rápidamente, sacó un cuchillo de un bolsillo de la chaqueta y asestó cuatro puñaladas al que huía.

Julia chilló de espanto y, casi en shock, pensó en lo único que podía salvarla en ese momento, ya que el asesino se giraba hacia ella con el cuchillo chorreando la sangre del que parecía haber sido hasta ahora su amigo. Buscó en su interior una sensación, un deseo, una forma de huir de ahí y abrió el libro. Gracias al entrenamiento previo el mareo llegó de forma instantánea, pero no pudo elegir la frase, la frase la eligió a ella “…deja vu es la sensación de estar repitiendo un acto o una vivencia, la presencia en un lugar…”.

Levantó la vista y, desconcertada, no vio al chico con el cuchillo, pero a su izquierda había dos chavales discutiendo de forma cada vez más agresiva, uno de ellos salió corriendo hacia ella, con el otro persiguiéndole… ¡Estaba reviviendo la misma escena! Y su única solución era volver a hacer lo mismo que la salvó unos instantes antes.

Estaba inmersa en un bucle en el que la protagonista era la muerte y el miedo, la necesidad de huir. Siempre lo mismo, la discusión, la carrera, el apuñalamiento y su huída al pasado para volver a empezar.

No sabía cuántas veces había sido testigo del asesinato, cuántos saltos atrás había vivido. Estaba desesperada, llena de temor, pero no sólo por que en algún momento el bucle fallara y el asesino llegara a ella, también por no poder salir del ciclo.

En una de las vueltas atrás decidió cambiar algo, hizo un gesto distinto, movió su mano izquierda hacia su bolso y lo abrió. Buscó un bolígrafo en su interior y lo sacó en el momento de la primera puñalada. Ella conocía perfectamente qué pasaría después, por lo que abrió el libro y antes de leer la frase ya memorizada pudo escribir una letra en el margen superior de la página.

Volvió a escuchar los gritos a su izquierda, pero se centró en el bolígrafo, en lo que tenía que escribir. De nuevo la carrera de los dos chicos y el cuchillo, pero ella no miraba, sólo quería comprobar si la letra que había anotado en el deja vu anterior seguía ahí. -¡Si, está!- Escribió una más.

De nuevo, con la esperanza de que fuera la última vez, empezaba el bucle. Julia abrió el bolso, cogió el boli y garabateó la última letra, una “z”.

Una vez más, Julia levantó la mirada del libro y giró su cabeza hacia el sitio donde se iniciaba la discusión. No pudo contener unas lágrimas al comprobar que no había tal discusión, que los chicos reían. Y aún más conmovida se sintió cunado uno de ellos se giró a ella para preguntarle si se encontraba bien.

- Si, gracias, no es nada –respondió casi susurrando.

Con las mejillas empapadas y temblando, Julia abrió el libro por la misma página que lo había hecho tantas veces y, sonriendo, acarició con sus dedos la palabra escrita a bolígrafo: “PAZ”.

martes, 20 de abril de 2010

La Rosa de los Vientos


Este post debería haberlo colgado durante la primera semana de vida del blog, sin embargo, opté por comentar un otros espacios menos conocidos referentes a la divulgación científica, histórica, astronómica...cultural en definitiva.

Es fácil que muchos conozcáis ya el programa La Rosa de los Vientos (se emite la madrugada del sábado al domingo y del domingo al lunes de 1:00 a 4:00), ya que supera con creces los 200.000 oyentes y es el único programa de radio nacional que en alguna de sus horas de emisión supera a la Cadena Ser...(Quede claro que esto lo menciono no para iniciar una contienda entre emisoras o por que sea seguidor de una u otra, sino como referente de la importancia del programa).

la Rosa ha pasado por muchas cosas, pero la más dramática ocurrió en 2007 con el fallecimiento de su director, presentador y alma del programa, Juan Antonio Cebrián (al que lamentablemente me enganché muy tarde), un divulgador como la copa de un pino, pese a que en su sección "Pasajes de la Historia" tuviera algún que otro desliz.

Es posible que si os planteáis escuchar el programa, tres horas os parezca un poco extenso de antemano. Ni por asomo. La variedad de secciones, los profundos conocimientos de los tertulianos de la Zona Cero(aquí declaro mi admiración por Callejo y Canales) que son capaces de explicar los últimos avances del CERN como si fuera lo más sencillo del mundo, las investigaciones de Fernando Rueda en el mundo del espionaje, El rincón del Escribano con la crítica cinematográfica de José Manuel Escribano, secciones de información medioambiental como Azul y Verde, el análisis de la situación del mundo del cómic y, para mi, algunas de las mejores propuestas de las últimas temporadas: la incorporación de Monzón para explicar diversos temas de la antigüedad, la biblioteca de Laura Falcó Lara y las "Mujeres en la Historia" de Silvia Casasola...no he mencionado a todos los integrantes del equipo, pero hay una persona que creo merece una atención especial -aparte de Silvia, que pese a la muerte de Juán Antonio, su marido, siempre ha estado tirando de la nave- y no es otra que Bruno Cardeñosa, durante mucho tiempo integrante de la tertulia de las cuatro Cs y, desde la ausencia de Cebrián, conductor del programa.

Es posible que este artículo sea más para mi que para vosotros, ya que cada vez con más fuerza tengo la impresión de que hay que expresar el agradecimiento a aquellos que te hacen disfrutar de buenos momentos. En mi caso, y como me es imposible la mayoría de días escucharlo en directo, me distribuyo esos momentos gracias a mp3 a lo largo de la semana...

Por último, comentaros que he dejado el enlace de Onda Cero, pero os pongo también el propio de La Rosa de los Vientos (este es más bien un conjunto de foros de fans del programa, pero bien está ponerlo).

Ah, no podía despedirme hoy de otra manera...¡FUERZA Y HONOR!

jueves, 15 de abril de 2010

La ciencia avanza que es una barbaridad...


Este post nace de una noticia colgada en facebook por Jesús Callejo Cobo (no Calleja, es decir, no es el rubio de Desafío Extremo en Cuatro, sino un tipo de curiosidad infinita y grandes dotes de comunicación, como se puede comprobar en sus publicaciones y en sus colaboraciones en programas radiofónicos - La Rosa de los Vientos- o televisivas - Cuarto Milenio-).

La noticia en cuestión hace referencia a una operación "a cráneo abierto" en la que al paciente se le estimula una zona específica con impulsos electromagnéticos mientras éste toca el violín. Aquí podéis ver el vídeo de la noticia, pero os adelanto que el motivo para llevar a cabo la operación era eliminar los temblores del paciente, violinista profesional, ya que estaban a punto de obligarle a abandonar su carrera.

Muchísimos programas de Redes abordan el análisis científico del cerebro, pero a mi me llama la atención uno de los proyectos de investigación de la Fundación Allen (creada por Paul Allen, co-creador de Microsoft y filántropo). Brain-map pretende iniciar el estudio y mapeado del cerebro de animales, comenzando por ratones y continuando por primates. A día de hoy puede suponer poca cosa para el grupo humano no especialista en estos temas, pero con un poco de suerte, dentro de unos años podremos beneficiarnos de la ardua tarea que desarrollan actualmente.

Como siempre, y aunque a día de hoy apenas os habéis animado, os invito a que comentéis noticias o me indiquéis vuestras valoraciones personales.

miércoles, 14 de abril de 2010

Le dicen



Pese a que la tradición venía de ancestros olvidados, era a partir de su abuelo que tenía constancia de los diferentes apodos familiares: Francisco Martínez Gamboa, alias el Simeco, padre de su padre.
Tan curioso mote le fue impuesto como castigo a la apatía del tipo, que rara vez movía el trasero en aras de ayudar al vecino. De hecho, su respuesta ante cualquier petición que le obligara a algo más que cambiar de postura en el butacón era “…si me coincide, luego voy pa´lla…no sé, más tarde”; “…si me coincide, me paso y lo miramos…pero ya mañana o pasao”, e incluso tal respuesta suponía esfuerzos desmesurados para tan bravo galán.

El elemento distintivo de la familia, al menos de los primogénitos, era que el apodo no se heredaba de generación en generación, como siempre fue costumbre hispana, sino que a cada personaje se le bendecía con un sobrenombre impuesto según su calaña.
Manuel Martínez Pericuello, hijo del Simeco, tuvo la dicha de ser destacado como el Tresbotes a consecuencia de la afición y habilidad que tenía a hacer saltar las piedras en el riachuelo jugando a la rana. De chico era fácil encontrarlo escogiendo los cantos más planos junto al negocio de el Pellejos, el curtidor, a la salida del pueblo en la orilla derecha del río.

Abuelo y padre no acabaron de buena manera, y en ambos casos existió relación entre su fallecimiento y los apelativos correspondientes:

Al primero se le cayó encima una rama de la encina bajo la que estaba viendo pasar la tarde como si no hubiera nacido para otra cosa. Avisado estaba por el Manoplas – cuya destreza era abofetear a sus hijos con los dedos tan juntos que no quedaba ni un milímetro de moflete sin enrojecer- quien le insistía en que mala idea era esa de irse a sentar justo ahí, bajo un árbol medio podrido. Escuchó el Simeco cómo los vecinos le advertían de que se estaba levantando aire y que se iban a recoger, a lo que respondió con un susurro para sí mismo “si me coincide, ahora iré…”.
La tapa de su ataúd la realizaron con la rama que se le había caído encima, ya que pensaron que eso sí que le coincidiría, puesto que lo que le cubrió una vez bueno era para cubrirlo más tiempo.

Al padre se le dispuso una suerte bien distinta, y es que el jueguecito de hacer saltar la piedra se acabó de sopetón cuando una tarde en la que Tresbotes estaba algo más distraído de lo habitual mientras tiraba los cantos, tuvo la mala fortuna de que una de las piedras rebotó en una raíz que sobresalía en la orilla y acabó golpeando en la cara de el Finiquito, de profesión picapedrero, especialista en acabar discusiones a base de mamporros y el bruto oficial del pueblo, quien andaba escocido con Manuel desde que éste le robara la novia con la tontería de los botes de las piedrecitas en el agua. La paliza casi le mata, pero lo que acabó con él fue la neumonía que pilló cuando el Finiquito le dejó tirado a su suerte con medio cuerpo dentro del agua y no le encontraron hasta la mañana siguiente.


Con estos antecedentes no era de extrañar que un particular destino estuviera marcado para Félix Martínez Armillo, al que le dicen el Capicúa.
Fue el más precoz de los tres en conseguir el apodo, y es que no cabía otro para una criatura que le da por nacer el 1 del 5 del 51 a las 10:01 de la mañana. Y lo que podía haberse quedado en una simple coincidencia, fue sólo la primera de varias situaciones curiosas: recibió su primera comunión el 16 del 4 del 61, al realizar el censo del pueblo en el 66 aparecía como habitante 272, su novia y posteriormente esposa se llamaba Ana, el número del cuartel en el que realizó el servicio militar era el 77, la matrícula de su primer coche era 192291 y la del segundo M-2442-M, le tocó una quiniela el 28 del 3 del 82 y ganó 63436 pesetas…

Como no podía ser de otro modo, el Capicúa era el primero en creer que los números de este tipo marcaban su destino, por lo que siempre decía en tono jocoso que a él la parca sólo vendría a buscarle en fechas muy concretas: el 19 de 11 del 91, el 01 del 11 de 2001, el 11 del 11 del 2011, o así sucesivamente hasta que la señora con guadaña se quisiera pasar a visitarle.
Quizá por esa confianza en su destino, del que únicamente tenía claro que su fallecimiento sería en un mes de noviembre, tentaba más la suerte de lo que era recomendable, metiéndose en altercados muchas veces absurdos. Lo que parecía no aprender era que no hay fecha concreta para que te partan la cara si eres demasiado bocazas, por lo que más de un día llegó a casa con la jeta hecha un cristo y el cuerpo completamente apaleado.
Los números siguieron siendo sus aliados: ascensos en su trabajo, nacimientos de hijos e incluso su divorcio quedaron marcados en fechas que él ya intuía que algo pasaría por ser cifras particulares.

Sólo tuvo un error en todos los cálculos, un único error.

El día 21 de mayo de 2001 la asistenta que acudía tres veces por semana a limpiar su casa encontró hundido en el sofá el cuerpo sin vida de Félix Martínez Armillo, el Capicúa. El análisis forense dictaminó que el fallecimiento tuvo lugar la noche anterior, entre las 21:30 y las 23:00 horas y las causas fueron naturales. Ninguno de los asistentes al funeral se explicaba cómo había podido suceder y la frase más repetida era “pero si no era capicúa”.

Sin embargo, ni la asistenta, ni los miembros de asistencia médica o la policía que se personaron en la vivienda atendieron a qué fue lo último que hizo el Capicúa. Delante del sofá, sobre la mesita del salón, había un papel con algunos cálculos y una cifra en mayor tamaño que las demás: 18281…los días que el Capicúa había correteado por el mundo. Tampoco atendieron al reloj de pared, detenido desde aquella noche a las 22:22 horas.

lunes, 12 de abril de 2010

El sanador de Caballos


Hoy inicio "sección", ya que empiezo con este post la etiqueta "literatura". Lo cierto es que he tardado más de lo que pensaba en iniciar este apartad, pero ya sabéis que a veces el no poder supera al querer.
Muchos candidatos han rondado en mi mente a la hora de ser la primera recomendación literaria, pero finalmente el que abre fuego es El Sanador de Caballos, una obra de Gonzalo Giner que me ha sorprendido por abordar la novela histórica medieval hispana desde una óptica diferente, la de un albéitar (yo tampoco conocía la palabra hasta leer la novela) o sanador de caballos en en el periodo comprendido entre la derrota de Alarcos y la victoria de las Navas de Tolosa.
En la línea de El Médico de Noah Gordon, la historia es ágil, entretenida, bien estructurada y atrayente. El protagonismo es de Diego, el personaje principal, pero el contexto en el que se desarrollan los hechos está muy bien documentado, y el mérito desde mi punto de vista radica en el hecho de poder describir un periodo convulso y complejo sin aburrir en detalles demasiado densos...
Si tuviera que ponerle nota quizá le daría un 8, pero no soy muy dado a calificar este tipo de trabajos, por que como sucede con la música, entiendo que situación personal de cada un@ en un momento, día, semana, etc, determinado es fundamental para que una obra del tipo que fuere sea percibida de una forma u otra.
En definitiva, muy recomendable libro. Os dejo un enlace con algunas opiniones de otros lectores.

sábado, 10 de abril de 2010

Cienciaes.com


Como no podía ser de otra manera, fue de casualidad (o causalidad, analicemos conceptos...) que acabé enganchado a un podcast científico llamado Ulises y la Ciencia...tirando del hilo descubrí que este era idea de Ángel Rodríguez Lozano, licenciado en Física, periodista y, como concepto más amplio, divulgador científico.
La cuestión es que fui conociendo diferentes propuestas radiofónicas, entre la que cabe especial mención Vanguardia de la Ciencia y El sueño de Arquímedes, otros dos podcast creados por este tipo.

Hoy os invito a que conozcáis www.cienciaes.com, un sitio web que engloba diferentes propuestas científico-divulgativas (paleontología, tecnología avanzada, biografías interesantes, charlas con científicos de importancia contrastada, etc...) transmitidas con una pasmosa sencillez y claridad, pero que además consigue que temas que puedan de antemano parecer áridos, pasen a ser motivo de curiosidad cada vez más creciente.

Además, y como elemento que considero muy importante, decir que Cienciaes se financia exclusivamente gracias a las aportaciones de sus seguidores, es decir, que depende de nosotros que la web y los programas puedan continuar en el futuro...

Sería estupendo saber que algun@ de vosotr@s se ha pasado por su web y ha encontrado algo que le ha llamado la atención. Por mi parte, estaré encantado de conocer vuestra opinión, más que nada, por que si ninguno de estos post de recomendaciones os interesa analizaré la posibilidad de ampliar los contenidos...