jueves, 22 de abril de 2010

Cercanías


A lo largo de cinco años la rutina del viaje hasta el trabajo sólo se había visto interrumpida por las obras de reparación en una u otra estación, algo que por otra parte apenas sucedió. Salir de casa con la comida aún a medio tragar, autobús hasta la estación de tren, media hora de cercanías, cuatro paradas de metro y otros diez minutos andando hasta la oficina.

Cuando aceptó el puesto en turno de tarde se convenció a sí misma de que era algo temporal, aunque ningún responsable de la empresa le había sugerido la posibilidad de que en el futuro hubiera opciones de cambio a la mañana. Sin embargo, después de este tiempo, se sentía satisfecha con el horario, pese a las malas digestiones de mediodía.

Además, el turno de tarde tenía una ventaja adicional para ella: era una lectora casi obsesiva y durante los trayectos de ida y vuelta devoraba todo tipo de libros, algo que no podría hacer si subiera al tren a las siete de la mañana, ya que a esa hora el vagón siempre iba tan abarrotado que era imposible moverse y mucho menos leer.
Disfrutaba sobre todo con la novela histórica y ensayos no demasiado especializados referentes a estudios del comportamiento humano, inteligencia emocional o autoayuda. Le gustaba aprender tal o cuál cosa acerca de la gesticulación de las personas en diferentes situaciones y luego hacer “estudios de campo” en el trayecto, observando los cambios de posturas de los viajeros, sus movimientos de manos al hablar, las variaciones en la expresión de la cara...

Un jueves de mayo, de regreso a casa, paso algo. El día había sido muy estresante, con mucha tensión en el trabajo a consecuencia de los plazos del último proyecto, que sería difícil que pudieran cumplirse. El equipo estaba completamente involucrado en la obtención de un resultado positivo, pero la falta de tiempo les tenía a todos nerviosos y finalmente hubo una discusión general, aunque cinco minutos después las aguas volvieron a su cauce. Desde que salió de la oficina Julia no podía parar de pensar en la bronca y la novela no acababa de arrancarla de ese estado nervioso.
Sin embargo, al llegar a la página 231 tuvo una extraña sensación de mareo y observó, incrédula, como las hojas quedaban en blanco a excepción de una frase: “…acompañada por el silencio.”. No fue eso lo más raro, sino que al leerla, todo el tren, todo, dejó de emitir ruidos. Los pasajeros, la voz de próxima estación, el traqueteo, el ruido de máquinas, todo. Ni siquiera las puertas al abrir o cerrar producían sonido, y el jaleo del exterior había desaparecido.

Julia miraba a las personas que viajaban en su vagón, sorprendida, y veía que nadie se alarmaba, como si esa sordera global no afectara a los demás, aunque nadie hablaba con nadie, ni veía que hubiese gente con un reproductor de música encendido o charlando por el móvil. Para todos el silencio era el mismo, sólo Julia era consciente de lo extraño del momento.

Al llegar a su parada y abrirse las puertas, el ruido volvió al tren. Realmente el silencio la había acompañado.

Intentó analizar qué había pasado mientras caminaba despacio hasta su casa, pero no encontraba una explicación lógica a lo que acababa de vivir. Pese a ello, y aunque no era persona de guardar secretos, optó por no comentar con nadie su experiencia, le parecía demasiado rara para ser tomada en serio.

Durante las siguientes semanas se fue olvidando del incidente, restándole importancia y queriendo autoconvencerse de que aquello o no pasó o tuvo como origen el estrés y que hubo de ser una especie de bloqueo mental de protección, algo que por otra parte había leído en uno de sus libros comportamiento de la mente.

El último viernes de junio estaba marcado en rojo en la agenda de la oficina a consecuencia de la visita que el presidente y cofundador de la empresa, Walter Masticow, había previsto. El buen señor salía muy excepcionalmente de la central de New York para conocer las sucursales mundiales y en esta ocasión el motivo no era otro que su deseo de felicitar personalmente al equipo que, pese a todos los indicadores negativos que un mes antes obligaban a pensar en un desastre en la ejecución del proyecto, había obtenido los mejores resultados europeos de la década.
Para la ocasión el jefe de Julia había solicitado a todo el personal que se visitera de etiqueta, ya que tras la visita irían a celebrarlo a un restaurante muy exclusivo y a tomar unas copas. Ella eligió un vestido rojo un tanto atrevido, pero no por que fuera excesivamente ajustado o de mal gusto, sino por que resaltaba sus curvas de forma atractiva y elegante. El maquillaje era ligero, pero un poco más intenso del que solía llevar, y el collar y la pulsera que eligió como complementos resaltaban aún más su buen gusto.

Al subir comprobó que, como cada viernes a esas horas en dirección Madrid, había pocos pasajeros, de modo que eligió un asiento en una zona bastante despejada de gente. Llevaba en sus manos una novela que la había enganchado desde el principio y que estaba ambientaba en los conflictos cristiano-musulmanes en el último siglo de la reconquista hispana. Esta vez no se fijó en el número de página, no le dio tiempo, ya que la misma sensación de mareo que experimentó un mes atrás volvió a dominarla y, en un libro con páginas en blanco, leyó una única frase “…la miré, absorto en su belleza”.

Julia levantó la cabeza y comprobó que todo el pasaje del tren de cercanías, mujeres y hombres, se había vuelto hacia ella, observándola como quien mira una obra maestra en un museo, perdidos en la atracción irremediable que desprendía esa mujer vestida de rojo.

Se sintió turbada, tanto que hubo de bajarse en la siguiente estación. Nadie había intentado nada fuera de lugar, ni siquiera le habían dirigido la palabra, pero esa sensación de ser observada la había sobrepasado momentáneamente.

Tomo asiento esperando el siguiente tren y entendió que ya no podía tratarlo como si fuera un desvarío o consecuencia de la tensión, aunque no entendía qué motivaba esas reacciones o qué pasaba exactamente durante ese instante de mareo y transformación del libro. En las dos ocasiones había pasado exactamente lo escrito en el libro, pero ¿por qué?¿Había algo en ella que lo provocara?

Siguió dándole vueltas mientras llegaba a la oficina, pero una vez allí se centró en el trabajo y en la visita del jefazo americano. La cena fue agradable y tras un par de copas cogió un taxi para volver a casa.

La mañana siguiente empezó a investigar en internet, buscando casos parecidos o explicaciones que la convencieran de qué podía ser aquello y cómo funcionaba, si era inconsciente algo debía provocarlo y si era consciente quería conocer el mecanismo de activación para saber a qué podía conducir.

Nada. Nada ni remotamente similar en páginas especializadas, foros, universidades…nada. Julia se sentía rara, ni siquiera tenía claro si era un don o un problema, pero estaba decidida a saber más. Eligió un domingo por la mañana por que sabía que si pasaba algo negativo o que la pusiera en una situación embarazosa habría menos personas como testigos, pero las suficientes para pedir ayuda si la necesitaba.
Escogió un libro que ya había leído y que sabía que la haría reír, estaba de buen humor y muy positiva, convencida de que iba a encontrar la clave de esos sucesos.
Subió al vagón a las diez y diez de la mañana y durante algo más de una hora leía más pendiente de la gente que la rodeaba que del propio libro. No es que su ánimo se viera quebrado, pero sí empezaba a sentirse algo tonta, de modo que bajó en una estación cualquiera, tomó un café, intentó olvidar qué estaba haciendo y entonces sí empezó a leer atendiendo a la historia y disfrutando nuevamente de las historias de Gürmel, el pianista de doce dedos.

Volvió a subir al tren y calculó que aún le quedaban unos cuarenta minutos hasta su parada, se sentó junto a una ventana y siguió devorando páginas, divirtiéndose. Y volvió a pasar.

Esta vez estaba preparada. Se centró en las sensaciones, primero un cosquilleo en el vientre, luego una pequeña sacudida en su cabeza y el mareo. Fijó su atención en el libro y descubrió que las líneas se difuminaban, todas menos una, que seguía fija en su sitio, como si esperara ser leída. “…riendo todos juntos”.

El tren entero estalló en carcajadas, mirándose unos a otros sin saber qué estaba pasando, simplemente reían sin parar. Julia observaba atónita, pero pronto se unió a ellos, riendo cada vez más fuerte, sin tensión, sin vergüenza. El tren paraba, abría sus puertas, salían algunos pasajeros casi doblados de risa y entraban otros que nada más cruzar las puertas caían en la misma situación. Incluso los que habían bajado seguían riendo, mientras los pasajeros del andén les miraban extrañados.

Reían tanto que Julia empezó a preocuparse por que veía a la gente con gestos que indicaban que empezaban a sentirse mal, apretándose con las manos el vientre o la mandíbula. Ella podía controlarlo, podía dejar de reír cuando quisiera, pero los demás no, y recordó que en las ocasiones anteriores todo parecía cesar cuando ella bajaba del tren.

Lo hizo en la siguiente parada y desde fuera observó como la calma llegaba a los viajeros, que retomaban sus asientos con claros síntomas de cansancio y dolor. Dedujo que si eso pasaba a los que estaban dentro, también debía ser así con las personas que se habían bajado antes que ella, y se sintió un tanto aliviada…y preocupada.
Hasta ese momento había vivido tres experiencias, cada una diferente en cómo afectaba a los demás o a ella misma, pero en los tres casos le había sucedido en el tren, cuando estaba más enfrascada en la lectura y, aunque le parecía imposible, al llegar a una página en la que alguna frase coincidía con su estado de ánimo.

Nada explicaba por qué todo lo que la rodeaba durante el trance respondía a sus sentimientos, pero era así y, aunque entendía ahora el funcionamiento, dudaba de que fuera capaz de controlarlo de forma consciente.

Durante los siguientes fines de semana experimento con diversos libros y una predisposición previa para intentar conseguir cosas concretas. Al principio fue difícil, pero poco a poco dominó el funcionamiento del don y generaba a su voluntad las reacciones que deseaba, ya fueran alegría, reflexión o ira. Además comenzó a controlar los tiempos al descubrir que siempre se eliminaban los efectos de esa intoxicación común cuando ella dejaba el tren, por lo que elegía cuidadosamente los momentos en los que quería generar una u otra reacción. Si buscaba enfado, lo hacía muy cerca de la parada siguiente, de modo que el efecto fuera muy breve, pero si pretendía que las personas que viajaban con ellas disfrutaran de una sensación de tranquilidad, lo hacía en los momentos más largos posibles.

Así descubrió su capacidad de potenciar las emociones de las personas, pero también dos claves del proceso. La primera, que sólo tenía esa habilidad dentro del tren, ya que lo había intentado en autobús, metro e incluso en otro tipo de espacios, como bares, bibliotecas, parques o su propia oficina, pero en ninguno de esos sitios ocurría nada. La segunda, que la gente no recordaba lo que había pasado en el periodo de enajenación. Quizá sí podían retener parte de la sensación, pero no recordaban nada de lo que había pasado.

Una noche de noviembre, de regreso a casa, Julia leía un ensayo científico acerca de funciones y acciones inconscientes del cerebro. Iban pocas personas en el vagón, casi todas ensimismadas en sus cosas, menos dos chicos hablaban animadamente a unos cinco metros de su asiento. Ella apenas les prestaba atención, hasta que la charla se tornó discusión y los gritos de ambos la obligaron a levantar la vista del texto. Observó como las palabras cambiaron a gestos y los gestos a una violenta pelea, con ambos chicos enzarzados brutalmente, mientras los demás viajeros permanecían paralizados por la situación.

Uno de los chavales comenzó a correr hacia el fondo del vagón, en dirección a Julia, pero el otro le alcanzó justo delante de ella y, rápidamente, sacó un cuchillo de un bolsillo de la chaqueta y asestó cuatro puñaladas al que huía.

Julia chilló de espanto y, casi en shock, pensó en lo único que podía salvarla en ese momento, ya que el asesino se giraba hacia ella con el cuchillo chorreando la sangre del que parecía haber sido hasta ahora su amigo. Buscó en su interior una sensación, un deseo, una forma de huir de ahí y abrió el libro. Gracias al entrenamiento previo el mareo llegó de forma instantánea, pero no pudo elegir la frase, la frase la eligió a ella “…deja vu es la sensación de estar repitiendo un acto o una vivencia, la presencia en un lugar…”.

Levantó la vista y, desconcertada, no vio al chico con el cuchillo, pero a su izquierda había dos chavales discutiendo de forma cada vez más agresiva, uno de ellos salió corriendo hacia ella, con el otro persiguiéndole… ¡Estaba reviviendo la misma escena! Y su única solución era volver a hacer lo mismo que la salvó unos instantes antes.

Estaba inmersa en un bucle en el que la protagonista era la muerte y el miedo, la necesidad de huir. Siempre lo mismo, la discusión, la carrera, el apuñalamiento y su huída al pasado para volver a empezar.

No sabía cuántas veces había sido testigo del asesinato, cuántos saltos atrás había vivido. Estaba desesperada, llena de temor, pero no sólo por que en algún momento el bucle fallara y el asesino llegara a ella, también por no poder salir del ciclo.

En una de las vueltas atrás decidió cambiar algo, hizo un gesto distinto, movió su mano izquierda hacia su bolso y lo abrió. Buscó un bolígrafo en su interior y lo sacó en el momento de la primera puñalada. Ella conocía perfectamente qué pasaría después, por lo que abrió el libro y antes de leer la frase ya memorizada pudo escribir una letra en el margen superior de la página.

Volvió a escuchar los gritos a su izquierda, pero se centró en el bolígrafo, en lo que tenía que escribir. De nuevo la carrera de los dos chicos y el cuchillo, pero ella no miraba, sólo quería comprobar si la letra que había anotado en el deja vu anterior seguía ahí. -¡Si, está!- Escribió una más.

De nuevo, con la esperanza de que fuera la última vez, empezaba el bucle. Julia abrió el bolso, cogió el boli y garabateó la última letra, una “z”.

Una vez más, Julia levantó la mirada del libro y giró su cabeza hacia el sitio donde se iniciaba la discusión. No pudo contener unas lágrimas al comprobar que no había tal discusión, que los chicos reían. Y aún más conmovida se sintió cunado uno de ellos se giró a ella para preguntarle si se encontraba bien.

- Si, gracias, no es nada –respondió casi susurrando.

Con las mejillas empapadas y temblando, Julia abrió el libro por la misma página que lo había hecho tantas veces y, sonriendo, acarició con sus dedos la palabra escrita a bolígrafo: “PAZ”.

2 comentarios:

  1. Es relato interesante y diferente. Me ha gustado bastante. El tema de poder variar o alterar la realidad siempre da mucho juego.

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  2. Excitante la escena del deja vu y su resolución. Me ha encantado.

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