sábado, 1 de mayo de 2010

Desconocidos




Allí sentada, Sara disfrutaba de un sandwich de pavo con queso y una coca cola. El aire era templado, quizá un poco caliente para tratarse del mes de mayo, y el cielo alternaba nubes con espacios despejados, de modo que los rayos del sol aparecían y desaparecían sin seguir un ritmo definido.
Llevaba tres meses trabajando en la consultora y siempre que hacía bueno salía a comer al parque. Demasiado tiempo pasaba encerrada en una oficina poco luminosa y en la que las relaciones personales brillaban por su ausencia, así que sentir durante un rato la brisa en la cara, los trinos de los pájaros o la tranquilidad de ser su única compañía durante una hora resultaba una tentación imposible de evitar.
Hizo una bola con el papel de aluminio que hasta un rato antes había envuelto su comida y probó a meterla en la papelera tirándola desde el banco en el que estaba sentada, a unos tres metros del objetivo. Falló.
Se levantó para recoger la pelotita y, tras hacer canasta a modo de mate made in Pau Gasol, se giró en dirección al banco. Entonces vio algo en lo que no había reparado hasta ahora. En la parte posterior de las maderas que servían de respaldo estaba pegado con celo un recorte de periódico. Lo cogió y comprobó que la noticia que contenía era bastante curiosa. “Grigori Perelman Vs Bobby Fischer: ¿genios incomprendidos?”.
El artículo resultó ser muy interesante, ya que describía la trayectoria de los protagonistas del título y de cómo ambos coincidían en dos elementos. Por una lado una inteligencia espectacular. Por otro, su rechazo a los convencionalismos sociales y normas establecidas como políticamente correctas.
Sin embargo, lo que realmente captó la atención del recorte estaba escrito a lápiz al final de la noticia. “Esto da que pensar ¿merece la pena ser un superdotado antisocial o es mejor ser una persona convencional integrada en la sociedad?”.
A Sara le dio la impresión de que la pregunta no era retórica, es decir, que no era una reflexión del autor para sí mismo. Alguien se había tomado la molestia de recortar esa noticia, pegarla en el respaldo de un banco del parque y escribir algo. Parecía una invitación a iniciar un diálogo.
Pensó en la pregunta. Ella no era ningún genio, más bien había sido una estudiante del montón que sólo obtuvo buenas calificaciones en arte y que había obtenido un trabajo de auxiliar de administrativo en una consultoría gracias a los contactos de su padre. En principio, según la anotación, debía considerarse una persona convencional, aunque la cuestión realmente no la describía a ella, ya que apenas tenía trato con la gente. Nunca había sido muy habladora, tenía pocos amigos (a los que veía de forma cada vez más esporádica), no conectaba con sus compañeros del trabajo y con su familia encontraba serias dificultades de comunicación.
Tanto era así que habían pasado meses de la última charla con sus abuelos y varias semanas desde que visitó a sus padres, pese a que tanto de unos como de otros les separaba sólo cinco paradas de metro o marcar nueve números en el teléfono. Creía que este tipo de conducta debía ser genética, ya que ningún miembro de su familia directa hablaba mucho con los demás, como si no tuvieran nada importante que decir, o nada importante que escuchar.
Sin saber muy bien por qué, cogió un bolígrafo, escribió una respuesta y volvió a colocar el papel en el mismo sitio del que lo había cogido.

- A ver si respondes – Sara lo dijo en voz alta.


Los días eran itinerarios demasiado largos para Clemente. Con ochenta y un años se sentía lleno de curiosidad y ganas de vivir, pero sus piernas y su memoria fallaban constantemente, además del incipiente parkinson que había llegado para acompañarle en sus últimos años.
Llevaba casado con la misma mujer cincuenta y cuatro años, habían tenido cuatro hijos y siete nietos, pero desde mucho tiempo atrás se sentía bastante solo. María, su esposa, intentaba mantenerse activa y estaba más tiempo fuera de casa que dentro, necesitaba sentirse útil realizando cosas nuevas y Clemente, aún pareciéndole bien, veía como cada vez se quedaba más arrinconado en su propia casa, en su propia vida.
Con los hijos mantenía un contacto telefónico bastante activo, pero las conversaciones rara vez llegaban más allá del cómo estás hoy o qué tal el paseo. Ellos tampoco contaban muchas cosas de su vida, de hecho no tenía claro en qué consistía el trabajo de cada uno.
A los nietos les tenía muy perdida la pista.
Todos los días daba un paseo de media hora hasta el parque (por prescripción médica), se sentaba para tomar el sol mientras leía la prensa o un libro y luego regresaba a casa muy despacio, prolongando lo máximo posible el recorrido. Esas dos o tres hora eran su recarga diaria de energía y siempre, siempre, le hacían sentirse más vivo.
Era un lector obsesivo, todo lo que caía en sus manos era devorado casi con ansiedad, y probablemente eso es lo que le había permitido llegar a sus años con ganas de seguir aprendiendo, aunque no tuviera a nadie con quien compartir conocimientos o debatir.
En febrero había leído un artículo que explicaba un fenómeno llamado book-crossing o algo similar y que consistía en que después de leer un libro éste era depositado por el lector de turno en un sitio concreto para que otra persona lo encontrara y lo leyera, iniciándose así nuevamente el proceso. Era como dar vida a los libros, como si ellos eligieran a las personas.
Clemente disfrutaba con la idea de dar vida a un libro, de modo que la hizo suya, aunque modificando el concepto. No lo haría con libros, sino con ideas. Todos los días, cuando leyera el periódico, recortaría una noticia que hubiera despertado su curiosidad y que pudiera resultar llamativa para otra persona, incluiría una frase a mano y pegaría el papel en un sitio no demasiado evidente.
El primer mensaje lo dejó pegado en una papelera del parque y durante las siguientes semanas, al no obtener respuesta, cambió el emplazamiento del recorte diario a marquesinas, farolas y finalmente, la parte posterior del respaldo del banco en el que solía sentarse.
La mayoría de los días el papel colocado el día anterior había desaparecido, pero también obtuvo algunas respuestas, eso sí, no de su agrado. De hecho, los comentarios a sus frases o preguntas eran insultos y tonterías, posiblemente de adolescentes que hacían botellón y que encontraban los recortes.
Sin embargo, una mañana de mayo se le aceleró el corazón cuando leyó una respuesta diferente. “Si ser un genio es destacar en una materia, ¿no debería ser considerando también superdotado aquél que de forma natural sea capaz de desarrollar relaciones sociales mejores que la media?”.

Para Sara la mañana había sido bastante estresante, con constantes llamadas y peticiones, así que la hora de la comida se convirtió en el perfecto desahogo. Se dirigió al mismo banco del día anterior con cierta inquietud y la certeza de ser tonta por haber dejado la nota y por esperar que hubiera algo nuevo esperándola.
Ambas sensaciones desaparecieron y en su cara afloró una sonrisa cuando comprobó que en el respaldo había una nueva nota, otro recorte, en esta ocasión una mención al descubrimiento de un planeta extrasolar de condiciones similares a la tierra, pero mucho más grande.
No hizo mucho caso a las letras impresas, dirigió directamente la mirada a la anotación a lápiz. “Y si esas personas supersociales se encontraran con gentes de otros mundos ¿de qué hablarían?”.
La pregunta era lo de menos, pese a que le parecía muy interesante. Lo de más era haber obtenido respuesta.
No esperó a comer para escribir su contestación y en esta ocasión fue algo más extensa, desarrollando su argumento en seis líneas. Quería conocer qué pensaba la otra persona, fuese quien fuese, y si había una idea compartida.

– Puede que sí – se decía Sara a sí misma – al fin y al cabo has elegido dos noticias muy interesantes.

Durante las siguientes semanas el intercambio no sólo no cesó, sino que las notas fueron ampliando su temática, siendo los recortes de economía, sociedad, política, ciencia e incluso deportes.

Sara apreciaba la cultura de su “amigo o amiga” en cada una de sus frases, en la agudeza de los comentarios, en las lecturas entre líneas. Clemente disfrutaba de la frescura de las respuestas, de los puntos de vista más juveniles que le ofrecía su interlocutor, de una nueva perspectiva.

Las notas pasaron a ser verdaderas cartas que, para que sólo pudieran ser encontradas por ellos, decidieron dejarlas en una oquedad de una de las patas del banco, metiéndolas en una bolsa de plástico y cubriendo luego el resto del agujero con tierra.

Poco a poco introdujeron elementos más personales, pero sin dar demasiados detalles. Ambos pudieron deducir la edad aproximada del otro, sus preferencias musicales, literarias y lo más importante, su sentimiento compartido de soledad.

Fue a finales de junio cuando ella se decidió a escribir lo que había pasado tantas veces por su mente. “¿Qué te parece si nos vemos un día de esta semana aquí, en “nuestro banco”?”. La respuesta llegó al día siguiente “¿Qué tal el jueves a las siete de la tarde?”.

Sara estuvo nerviosa todo el día. No era capaz de imaginar a la persona con la que iba a encontrarse horas después, y por otra parte quería alejar esa idea de su mente para no hacerse una ilusión errónea. Debía ser bastante mayor que ella y, por su forma de escribir, generaba en ella una ternura difícilmente explicable.

Por fin llegaron las seis y media y salió de la oficina. Compró un helado y se impuso no llegar al parque hasta la hora convenida. Quería conocer a la otra persona, pero no le apetecía ser la primera en llegar. En realidad tenía miedo a que la dejaran plantada.

Media hora después inició el recorrido hacia el banco y, aún estando lejos, pudo divisar la figura de un hombre sentado, vestido de oscuro, con una especie de boina y un bastón. Se acercó más y, cuando estaba aproximadamente a veinticinco metros de su destino el hombre se giró y Sara se quedó helada.

- Abuelo, pero ¿qué haces aquí?

Clemente abrió los ojos de par en par, sorprendidísimo. Después sonrió como hacía años no lo hacía.

- Hola Sara – le dijo con dulzura, igual que cuando le contaba historias de pequeña – Parece ser que hoy vengo a conocer a mi nieta.

Ella entendió. Se encontraba frente a su amigo, la persona que durante casi dos meses la había acompañado y la había hecho sentir viva.
Se abrazaron, compartieron, rieron, hablaron…como familia habían sido desconocidos durante toda una vida. Como personas, empezaban una nueva.

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