miércoles, 17 de marzo de 2010

Dos deseos


Aunque habían pasado muchos años aún recordaba con claridad que el momento más duro no llegó al escuchar la sentencia, al fin y al cabo la ley del poblado no dejaba lugar a dudas y no podía esperar otra cosa. Lo realmente difícil fue cerrar la puerta de su hogar y dirigirse hacia el sur sin poder mirar a la cara de los que hasta entonces habían sido su familia, su gente.

Recorrió caminos y veredas sin una meta definida, con el único objetivo de mantenerse sobre la tierra que pisaba un día más. Cuando encontraba rastros recientes de comerciantes o peregrinos inventaba un nuevo camino a través del bosque, sin importarle perderse, por que no se puede perder el que no tiene un lugar donde ir.

Durante semanas vagó con su culpa como compañera, pero poco a poco se habituó al silencio y disfrutó al descubrir un entorno nuevo en el que árboles diferentes le ofrecían su sombra y las huellas de algunos animales le eran desconocidas…Se alegraba de haber decidido alejarse de una sociedad a la que había fallado y a la que no quería volver, no le necesitaban y él a ellos tampoco.

Encontró en una pared rocosa una pequeña cueva, únicamente visitada por aves y algún pequeño roedor, y decidió que era tiempo de parar y reorganizar, empezando por un sitio seguro al que acudir cada noche y al que, quizá con el tiempo, pudiera considerar un hogar.

Acondicionó el espacio y con la ayuda de las pocas herramientas que pudo guardar en su bolsa de viaje, talló unos escalones en la roca para facilitar el acceso desde la el llano. Dividió el paisaje mentalmente en áreas diferentes en función de las necesidades que debería cubrir y con el tiempo habilitó pequeños escondrijos en los que guardaba lanzas de madera endurecidas el fuego, hondas y cantos de río o pieles que previamente había curtido para emplearlas como abrigo o zurrón.

Zarco, aquél que se hizo cargo de él cuando sus padres faltaron, le instruyó bien y siempre que le obligaba a practicar con las armas le recordaba que el brazo maneja, pero la mente manda. Muy a menudo le forzaba a pasar varios días en el bosque completamente solo, sin armas, agua ni alimento. Las primeras pruebas concluían cuando Zarco iba a buscarle, ya que él, con apenas seis años, era incapaz de hacer algo que no fuera llorar y desesperarse. Sin embargo, poco después el niño decidió que no quería seguir siendo una vergüenza para el hombre que le cuidaba y recordó la norma básica de Zarco para cualquier situación: observa el problema y busca la solución, piensa.

Se alegraba de que el hombre al que quiso como a un padre no viviera para presenciar su expulsión, aunque por otro lado le echaba en falta cuando, en las noches despejadas, se tumbaba a la entrada de la cueva y observaba las luces de los antepasados brillando en el cielo. Zarco le explicó cómo orientarse en la oscuridad guiándose por unas estrellas u otras según la época del año y le contaba historias de su niñez, cuando intentaba contar las luces brillantes hasta que quedaba dormido. Caló en él ese recuerdo y se decidió a conocer el número exacto de ancestros que le observaban desde lo alto y que eran su única compañía.

Durante la primera noche se equivocó repetidamente, ya fuera por que contaba varias veces las mismas estrellas o por que cuando llegaba a una cifra superior a cien le costaba mantener la concentración y se embarullaba con el número. Además se dio cuenta de la complejidad de la tarea por que incluso llevando bien la cuenta y sin repetir ancestro alguno, la cantidad de puntos luminosos era inconmensurable.

Lo intentó varias noches más, inventando sistemas de anotación para que resultase más sencillo seguir la enumeración, pero el resultado era el mismo. El sentimiento de impotencia y frustración crecía ante cada fracaso y lo que en principio pretendía ser una distracción se convirtió en una obsesión que le atormentaba a cada momento. Durante el día se rebanaba los sesos para idear el método definitivo, pero horas después descubría que su ingenio era insuficiente.

Llegó al punto de rezar a unos dioses en los que nunca había creído implorando ayuda, necesitaba saber el número de ancestros que cada noche se reían de él, que le acompañaban desde antes de nacer y que ahora le juzgaban por su prepotencia por querer saber de ellos. ¿Quién era él para querer saber?

Apenas salía de la cueva para cazar o recolectar y pocas veces bajaba al arroyo a pescar o a llenar los odres. En vez de eso malvivía comiendo la poca comida que había acumulado durante la primavera y bebiendo el agua que escurría por alguna ranura de las paredes de la cueva. Empezaron las alucinaciones y la voz de Zarco llegaba con rotundidad a su cabeza, recordándole algo que él odiaba, su debilidad: “Debes controlar tus deseos, o tus deseos te controlarán a ti”.

Esa maldita frase retumbó en su mente meses atrás cuando una noche en la que vigilaba la empalizada de la aldea abandonó su puesto y se acercó a la casa de Tila para observarla desnuda mientras se bañaba. La mala fortuna quiso que en ese momento entraran al poblado dos ladrones por la zona que él debía controlar y que se colaran en una de las casas, donde robaron y degollaron al matrimonio de ancianos mientras dormían, antes de volver a huir por el mismo sitio que llegaron. Su sentencia, el repudio y expulsión, estaban más que justificados.

Una tarde de finales de agosto mostró unos colores más rojizos en su atardecer, algo que él entendió como buen augurio antes de volver a tumbarse en la entrada de la cueva y esperar a que el cielo se iluminara con puntos brillantes, aunque sin luna. Respiró hondo y, por primera vez, dirigió su mano hacia el cielo, apuntando con el índice hacia una de las estrellas del Cinturón de Orión y diciendo en alto “una”.

Sus pupilas se dilataron inmediatamente, pero fue su única reacción durante los primeros segundos. Luego se levantó dando un salto y se llevó las manos a la cabeza mientras saltaba de los nervios y emoción. Intentó calmarse y, cuando creyó que sus manos habían dejado de temblar lo suficiente, volvió a apuntar hacia la constelación, señalando la segunda estrella del cinturón. “Dos”.

Gritos de alegría mientras corría cueva dentro y fuera, risas nerviosas y lágrimas en los ojos. No era posible, pero sí lo era. Sus desesperadas súplicas debían haber sido escuchadas por algún ente divino que tuvo a bien apiadarse de un mísero humano que sólo tenía curiosidad y que estaba siendo castigado por la indiferencia del universo.

Tres, cuatro, cinco…cada vez que él apuntaba una estrella y decía en alto el número que le asignaba, el astro señalado desaparecía quedando un negro vacío en el espacio que antes ocupaba. Ochenta y uno, ochenta y dos

Una pequeña zona quedó algo oscurecida después de cuatro horas y él empezó a temer la llegada de la mañana ante la posibilidad de que todo lo conseguido se perdiera y que tras la siguiente puesta de sol el cielo volviera a burlarse y se presentara inalterado y completo como hasta entonces había sido desde los tiempos más remotos.

Con las primeras luces del alba se metió en el rincón más oscuro de la cueva, cerrando los ojos con fuerza, intentando dormir para evitar las horas de luz y la angustia que le oprimía el alma. Sin embargo, no consiguió nada más que incrementar su desasosiego y no fue hasta que intuyó el ocaso que se levantó a lamer la húmeda pared para paliar su sed. Hambriento, pero mucho más nervioso, se aproximó al umbral de su morada y cerró de nuevo los ojos antes de alzar la cabeza en dirección al espacio que la noche anterior contabilizó.

No pudo reprimir el llanto de alivio cuando comprobó que las estrellas que temía volver a ver no estaban. Podría realizar su sueño, conocer cuántas luces eran sus amigas y saber, por fin, el origen de sí mismo al dar un número a cada uno de sus antepasados.

Varias semanas después los nervios que noche a noche se habían ido calmando afloraron de nuevo, ahora ante la cercanía de la meta a una labor tan ardua. Pocas luces, las más tenues, brillaban aún en el firmamento mientras él iba bautizándolas con su número correspondiente. Todas las mañanas al despuntar el alba y justo antes de irse a dormir, grababa la última referencia en una de las paredes de la cueva y era a partir de esa cifra que comenzaba en la siguiente jornada, asegurándose de ese modo no errar en su objetivo.

Al llegar el día en que sabía que finalizaría su empeño se sentía radiante, orgulloso de su gesta, por él y por Zarco, por cumplir el deseo de conocer a sus compañeras de viaje, de poder darles nombre.

No hubo luna y eso facilitó el trámite: seiscientos noventa y cuatro mil doscientas trece…catorce…quince…La última luz se apagó con la palabra “dieciséis”. Bajó la mano y se sintió pleno durante unos segundos ¿podía sentirse mejor? No, seguro que no. Ahora conocía a sus ancestros y ellos a él, todos tenían su número y si quería podía darles nombre también, pero eso no era importante, lo era el hecho de que había alcanzado su deseo.

Pensó en Zarco y en su sonrisa cada vez que él conseguía algo. El mentor solía decirle “muy bien Solo, buen trabajo. Pero siempre ten presente que debes controlar tus deseos o tus deseos te controlarán a ti” y esas palabras, como un eco constante, hicieron que una pequeña chispa de preocupación llegara al corazón de Solo. Él había cumplido su deseo, había contado las estrellas, sabía el número de todas, no podía haber nada malo en ello…salvo, que ¿dónde están las estrellas?

Apuntó al cielo, sin saber muy bien en qué dirección y gritó “una”, pero nada pasó. “Una”, “dos”, pero el firmamento se negó a iluminarse. El pánico se apoderó de Solo cuando comprendió que su deseo cumplido le había dominado: ahora conocía todas las luces, a sus ancestros, pero ellos le habían vuelto la espalda.

Vivió muchos años más en aquella cueva, sin compañía, sin estrellas, pero todas las noches levantaba su mano y con el índice señalando un punto cualquiera del cielo, Solo decía “una”, “dos”…

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