lunes, 29 de marzo de 2010

Tres Segundos

Abrió el grifo del baño y metió debajo la cabeza, intentando congelar en ese chorro frío las imágenes que le perseguían desde que salió de Madrid. Sabía que hiciera lo que hiciera seguiría la pesadilla, una realidad marcada a fuego en su subconsciente: una mujer, su mujer, metiéndose en la boca el cañón de la escopeta y esperando que él abriera la puerta para que asistiera, como testigo único, a la actuación. Nunca estaba seguro de si despertaba por el sonido del disparo o por su propio grito de impotencia.

No pudo volver a conciliar el sueño, así que decidió vestirse y dar una vuelta por el parque de detrás del edificio. Tampoco era esta una situación nueva. La acción, muy a su pesar, se empezaba a convertir en una asquerosa costumbre, igual que pensar en cada detalle del sueño para encontrar una explicación. Nada.

La luz de la mañana se le echó encima, pero en esta ocasión algo había cambiado, creía tener alguna pista. Esperó a que dieran las once tomando un café en el pequeño bar que había debajo del consultorio. Veía la televisión sin más objeto que evitar que el camarero iniciara una estúpida charla, realmente sólo clavaba los ojos en el brillo que desprendía la caja. Pagó con céntimos por que pensó que para joderse con el peso de las monedas mejor que se las comiera el otro, además de que fastidiar un poco a los demás le hacía sentirse aliviado.

Con los cuatro toques que le delataban llamó a la puerta y Milagros, la secretaria, empezó a darle los buenos días aún antes de abrir. Ella siempre había sido muy amable, ofreciéndole algo de beber, conversación o alguna sonrisa fugaz. Gracias a ese carácter simpático de la chica se le hacía más llevadero visitar al psicólogo, algo que hasta hacía no mucho tiempo pensaba que sólo valía para escaquearse del trabajo o para que certificaran la chifladura de cualquier imbécil.

-Buenos días, doctor – dijo cuando pudo pasar a la consulta.
- Hola, Marcos. Te veo bien, aunque esas ojerillas me dicen que sigues con los sueños.- Salvador Antúnez, psicólogo titulado por la U.N.E.D., quizá no era el mejor en su campo, pero era amigo de Marcos desde la niñez y nadie le podía tratar mejor, tanto en lo profesional como en lo afectivo - Bueno, siéntate. Hoy tenemos un poco más de tiempo por que la paciente de las doce llamó para decir que no vendría, así que tranquilitos y a lo nuestro.

Marcos inició, de nuevo, la descripción de la escena, lo que recordaba de la habitación, algunos rasgos de la mujer…pero hoy había algo nuevo. Por primera vez se fijó en la escopeta, sobre todo en la culata, que estaba grabada, aunque no pudo identificar con qué motivo. Como tampoco tenía conocimiento de armas no pudo explicar mucho más, pero ese nuevo descubrimiento le parecía determinante, básico, aunque tampoco sabía explicar por qué.

- ¿Habías visto esa escopeta antes?
- No.
- Espera. Déjame repasar mis notas. Sueñas con el suicidio de tu mujer, en tu casa y con tu escopeta, pero eres soltero, vives en un hostal y no has tocado un arma en tu vida.
- ¡Ya sé que parece una locura! ¡Qué coño crees que hago aquí!
- Perdona, no quería decirlo de ese modo, simplemente quiero saber si lo he entendido todo bien.
- Lo sé, pero me desquicia no entender…Dos o tres semanas antes de venir aquí comienzan las imágenes. No lo entiendo. Una mujer que no conozco, su muerte, que probablemente sólo está en mi cabeza, me está destrozando la vida.

La sesión pasó volando y, como ocurría en muchas ocasiones, Salva no quiso aceptar el dinero – los días que te cobro es para acallar un poco los cotilleos de los otros pacientes- le decía siempre. Para el doctor el caso de su amigo era una cuestión personal. Un hombre culto, my inteligente y de un optimismo inusual hundido por unas pesadillas sin sentido – Ya sabes, mañana a la una y luego te invito a comer, a ver si nos distraemos los dos.

El traslado a Madrid le permitió cogerse un mes de vacaciones, más que necesario, ya que llevaba trabajando de forma casi continuada unos cuatro años. El jefe le veía bastante bloqueado, pero sabía que sólo necesitaba descanso. Nadie lograba su nivel de ventas.

Comió en un VIPs y se fue al cine a ver una de esas películas tan ñoñas, aunque ya no les hacía tantos ascos, en ellas normalmente no había mujeres con un cañón de escopeta en la boca.

Pasaban rápidas las tardes y se mantenía ocupado viendo tiendas, leyendo libros o escuchando algo de música. Mucho tiempo atrás aprendió a correr más que la nostalgia y no era su pasado lo que le hacía sentirse mal, sino la proximidad de las noches y el temor del no dormir. Cada segundo que pasaba significaba que se acercaba la hora del miedo y la impotencia, y se veía a sí mismo como un inútil, incapaz de comandar en su cabeza.

Se despertó muy tarde y creyó que jamás había dormido hasta esa noche. No era posible estar tan bien, por fin, tan sumamente bien. Buscó una rápida explicación, algo que hubiera hecho o dejado de hacer el día anterior de haber obtenido tan ansiada recompensa, pero no encontró nada. Decidió no pensar en ello, no fuera a ser que se gafara la buena noticia, y se duchó abrazando el agua para seguir sintiéndose vivo.

Fue a su cita con Salva, pero encontró la consulta cerrada y con una nota en la puerta que decía Cerrado por motivo familiar. La primera reacción fue de sorpresa, pero no quiso saber sin quedarse qué había pasado para que su amigo no abriera al consulta. Fue a su casa y llamó, cuatro veces, pero no abrió nadie. Volvió a insistir hasta que Milagros, esta vez sin ofrecimientos de café, conversación ni sonrisa, e hizo pasar.

- Pero ¿Qué ha pasado Milagros?
- La niña – el tono de su voz ya anunciaba la desgracia –la niña de Salvador y Elisa…-empezó a llorar- ha muerto.
- ¿Qué?
- Ayer por la noche, jugaba con una pelota, se le escapó hacia la carretera y un camión la embistió.
- ¡Dios del cielo! Y Salva.

Milagros no tuvo que responder por que justo en ese instante el padre salía de una de las habitaciones, se dirigió a Marcos llorando y le abrazó, casi rompiéndole la espalda.

- Lo siento, lo siento muchísimo, Salva –mientras respondía al abrazo – lo siento.

Salva no podía hablar, sólo llorar. Se soltó de Marcos y cuando se serenó un poco le contó con detalle lo sucedido, que el conductor no la pudo ver por que salió de detrás de otro camión que estaba aparcado y que le impedía ver bien, que la niña no se paró a mirar… - por lo menos no sufrió… - se repetía a sí mismo.

Marcos no sabía cómo consolar a Salva, pero menos aún cómo explicarle lo que estaba viendo en ese mismo momento. Jamás había estado en esa casa, ya que antes su amigo vivía en la zona de las colinas y desde antes de la mudanza casi ni se habían visto, y sin embargo tenía la impresión de haberla visitado muchas veces. Analizaba las paredes, los techos, alfombras o muebles, intentando comprobar que no podía estar ocurriendo, que no era posible. Tenía miedo.

- Salva ¿Qué hay allí dentro? – dijo mientras señalaba la vitrina abierta de una de las paredes.
- ¡Se muere mi hija y tu miras la decoración! Pero qué… - no pudo acabar.
- ¡Dime! ¿Qué había?
- Las armas, joder. ¿A qué viene esto?
- No puede ser. ¿Alguna con un grabado en la culata? - La pregunta era la clave, pero aún antes de escuchar la respuesta Marcos se daba cuenta de que no era capaz de frenar el temblor de sus manos a consecuencia de la tensión.
- No…, si, si. Una con un escudo de armas, pero ¿Qué pasa, joder?
- ¡Elisa!¡Elisa! Tenemos que encontrarla, este es mi sueño, no era mi mujer, sino la tuya.
- Pero ¡Qué dices! – Salva apenas podía reprimir las ganas de estrangular a Marcos - ¡Qué dices!
- Llámala, por Dios. ¡Elisa!

Miraron en el salón, gritaban su nombre, pero respondía el silencio. De pronto Marcos recordó la habitación – el despacho, arriba –. Salva empezó a temer que fuera verdad, pero no podía creerlo, no debía creerlo, eso significaría que abrir una puerta equivaldría a matar a su mujer – Marcos, no abras tú ¿no abras tú!

Llegaron a la puerta del despacho y llamaron a la mujer, de nuevo sin respuesta. Salva no sentía que la voz se le rompía cuando le dijo a Marcos que iba a entrar, y tampoco percibía la humedad en sus mejillas en el momento que puso la mano en el pomo de la puerta y lo giró despacio, dándose tiempo para ser psicólogo, no un huérfano de hija.


Tres segundos. Simplemente tres segundos bastan para abrir una puerta y comprobar que tu esposa escoge vivir eternamente con su niñita desde ya. Únicamente tres segundos para saber que el resto de tu vida se cierra a las emociones. Solamente tres segundos para comprender que la ignorancia es felicidad.

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