jueves, 11 de marzo de 2010

Mirada Azul

Siempre he querido tener los ojos claros.

Preferiblemente azules, muy intensos, como los de Terence Hill. De niño, con unos seis o siete años, me quedaba alucinado mirando el televisor cuando mi padre ponía alguna de sus películas. La verdad es que no podría decir de qué iba ninguna de ellas, pero sí que sería capaz de acertar el número de puntos amarillos que se colaban en esos iris.

Joder, que ojos tiene Terence Hill.

Recuerdo que una vez, después de ver una de esas pelis con mi padre, fui corriendo a buscar mis rotuladores, cogí uno azul claro y me encerré en el baño. Como no era capaz de verme en el espejo, acerqué el taburete y me subí. Allí estaba yo, con siete años, subido a un taburete de tres patas medio cojo, con un rotulador en la mano y una cara de felicidad tremenda ante la proximidad de mi sueño cumplido. Era perfecto.

Ni te imaginas como sonó la puerta contra la pared cuando mi padre la abrió de una patada, aunque claro, que lo hizo de una patada me lo contó tiempo después, por que yo en ese momento estaba algo ocupado gritando y llorando de dolor. Con lo que me fijo en los ojos de los demás y la mala vista que tengo yo...fui a coger un rotulador casi seco, así que cuando lo acerqué al ojo y no me cambiaba el color (aunque el escozor sí que era patente), apreté y apreté hasta que casi me lo clavo. Esto supuso el primer paso, ya que el taburete se quiso sumar a la tontería y le dio por menearse hasta que me caí de culo hacia atrás. Qué cabrón el taburete, sólo tiene que quedarse quieto y ni eso puede hacer... Total, que al entrar mi padre lo que se encuentra es al niño tirado en el suelo, con una mano frotándose el trasero y la otra sujetándose el ojo. Que sabias palabras las que su boca dejaron escapar en ese momento: “Tas tonto...la madre que te parió...y cállate a ver si te voy a dar algo para que llores de verdad”.

El mes con el parche en el ojo no sirvió para quitarme la idea de la cabeza, por que cada vez que me veía en un espejo, observaba con mayor detenimiento el color de mi ojo visible, deseando cambiarlo. Algo había que hacer...pero algo bien pensado, por lo que decidí no volver a emprender acciones hasta tener claro cómo conseguirlo.

Tardé cinco años en encontrar una nueva posibilidad. Fue en mi primavera número doce. Estábamos en la calle los niños del barrio, jugando al fútbol, cuando apareció la Yeni con un cacharro que yo no había visto antes. Era como un disco de plástico con el borde doblado hacia el interior de una de las caras. “Frisbi, se llama frisbi, y mola mucho en América, que me lo ha dicho mi tía que vive allí...”.

A los dos minutos todos estábamos haciendo un corro, tirándonos el cacharro, mientras uno en el centro se la ligaba y tenía que pillar el chisme para hacer que otro ocupara su lugar. Hombre, el tema tenía gracia, al menos hasta que Pedrito apuntó mal y le metió con el trasto en toda la cara a Sara. Que berridos metía la pobre. Nos acercamos todos a ella y la acompañamos corriendo a casa por que decía que le dolía mucho el ojo derecho y que estaba mareada. Imagínate la madre cuando baja y ve a la niña de sus amores sofocada y con la mano tapándole media cara.

“Vamos Sara, quita la mano”. Se me abrió el cielo. El golpe había hecho que la parte inferior del iris de Sara se volviese azul claro. Por lo visto fue una reacción que, a consecuencia del golpe, hizo cambiar la pigmentación en la zona golpeada, algo así como un hematoma ocular.

Que cabrones somos los niños, en cuanto desaparecieron de escena empezamos a partirnos de risa ante la torpeza de la cría y la cara de la madre al verla. La cuestión es que, aunque yo también bromeaba, lo que realmente tenía en la cabeza era cómo hacer que lo que para Sara fue fortuito, para mí fuese intencionado. Era perfecto.

Hablé con Sergio, un amigo algo macarrilla de clase y le propuse que me ayudara. Como sabía que mi sueño eran unos ojos claros, y viendo la posibilidad de meterle caña a alguien sin consecuencias, se apuntó de inmediato. Fuimos a casa de Yeni a pedirle su “Frisbi” y la tía cochina me pidió a cambio 100 pelas. Se las di.

Pensamos que el mejor sitio para que no nos molestaran era el parque de detrás de nuestros edificios, de modo que nos plantamos allí, entre los columpios y la cancha de baloncesto, semiocultos por los árboles. Sergio se puso en plan discólobo y yo, rígido como un palo, aguantaba la respiración en espera del impacto. El proceso era éste: lanzamiento de Sergio, impacto en mi cara, gritito algo mariquita, manos a la cara, coger aire y volver a empezar. Veintitrés veces.

“Oye Sergio, gracias pero que casi lo dejamos”. Encima se mosqueó el tío...”Ahora que me voy acercando vas y te rajas, qué gilipollas”.

Cuando mi madre abrió la puerta el tiempo se paró, como en las pelis del oeste cuando las hierbas esas corren dando vueltas por las calles de tierra mientras los pistoleros se miran con los ojos entornados. Después, en un instante mil cosas “¿Quién te ha hecho esto?,¿Con quién te has peleado?,¿No habrá sido el del quinto?”. Anda, que su cara cuando le dije que había sido jugando.

Volvieron a mí ecos del pasado, la famosa frase paterna que se iniciaba con un “Tas tonto”. Los ojos se quedaron como estaban, al menos en lo que al color se refieren, por que todo lo demás había cambiado. La cara morada y roja, una ceja rota, los dos labios, un golpe fuerte en la nariz que decían que me había desviado el tabique, un diente roto y unas cuantas marcas por la frente y mejillas. Lo que más me jodía es que no había triunfado en el intento. Debía ser más listo y paciente, esperar una situación apropiada y estar plenamente preparado para afrontarla.

Veintidós. Llevaba diez años buscando una solución cuando por fin pude comprarme las lentillas. Desde los dieciocho trabajaba en periodos de vacaciones para conseguirlas. Camarero, pintor de brocha gorda, repartidor, encuestador..., pero al fin las tenía. Era perfecto.

Para estrenarlas escogí la última fiesta del curso de la facultad. Me compré ropa de marca, unos zapatos Martinelli, gallumbos CK y una colonia de Armani. Aproximadamente gasté 80.000 pelas, sin contar las lentillas claro. Pero ahí estaba yo, con mi pinta de machote bien puesto, oliendo de muerte y con una mirada azul intensa. Joder, para comerme.

Me presenté a eso de las doce y media de la noche en la disco que había alquilado la organización y empecé a saludar a compañeros y algún que otro profe. Todos alucinaban al verme y yo, por fin, me sentía satisfecho por completo. Lorena, tremenda Lorena, estaba bailando con un par de tías que no me sonaban de clase, pero eso no impidió que fuese hacia ella y le dijese “Llevo esperando mucho para que hoy sea perfecto. Ven”. ¡Coño! ¡Que se vino!

Impresionante es la única palabra que describe aquella noche, bueno, en realidad hasta las tres menos cuarto o así. Acababa de llevar al pivón de Lorena a un reservado y cuando estábamos a punto de concretar, empecé a notar cierto picor en los ojos. Pensé que era el humo y no quise darle mayor importancia, pero la sensación iba en aumento y, diciéndole a la chica que iba a por dos copas más, me acerqué al baño a lavarme un poco la cara.

¡Su ********* madre! Lo único claro de los ojos eran las lentillas. El fondo blanco era completamente rojo y los párpados estaban hinchados, con pequeños granitos y parecía que se extendía. Seguro que Lorena no lo había visto por lo oscuro del local. Me lavé la cara y el picor desapareció. Pillé dos copas y fui rápidamente al reservado, donde Lorena empezaba a poner cara de aburrimiento, así me excusé diciendo que un compañero nuestro estaba fatal y que le había acompañado al servicio. Dimos un par de tragos mientras volvía la magia y cuando estaba a punto de besarla noté que la cara, de forma súbita, comenzaba a arder y escocer como jamás había sentido antes. Lorena se extrañó cuando no acercaba mis labios a los suyos y al separarse un poco soltó un “¡Ay, la leche!” y salió corriendo.

Allí me quedé yo, sólo, luchando con mis ojos mientras cogía los hielos del cubata para pasarlos por mis párpados, y luego cogiendo el propio cubata y tirándomelo a la cara para refrescarme. Mala idea. Alguien debería explicar que en caso de irritación cutánea el alcohol no es la mejor solución.

La noche acabó en urgencias, con mis padres en la sala de espera hablando con un doctor que les ponía al corriente: la composición de las lentillas me había provocado una reacción alérgica muy severa y para quitármelas habían tenido que emplear aparatos bastante desagradables. Una semanita en cama y las lentillas, cuatro veranos ahorrando, en la basura. Supongo que adivináis qué dijo mi padre. Pues eso.

Ahora tengo treinta años y desde hace dos mis ojos son azules claros, casi cristalinos. Encontré la respuesta a mis males en un anuncio de periódico, en el que se explicaba cómo podías tener el cuerpo que quisieras, ojos incluidos, previo pago. Era perfecto.

Llevaba cinco años como diseñador gráfico en una empresa muy importante, de modo que el dinero no era un problema demasiado importante. Les expuse mi caso y me dijeron que sería una operación fácil y sencilla, a partir de un retoque en la retina y una aplicación láser.

El tres de abril del dos mil tres entré en la sala de operaciones. No hubo ningún problema. El color era perfecto y la intervención salió a pedir de boca. Al recuperarme de la anestesia vino el doctor a visitarme, pero también a decirme que no se me ocurriera quitarme el vendaje antes de dos semanas o podría tener dificultades para ver bien. Qué mas daban dos semanas más...

Era fácil aguantarlo, al fin y al cabo había pasado por mucho para llegar hasta ahí, pero... ¿y si no quedaba justo como yo quería?. No podían repetir la operación, y en realidad nadie ha garantizado el resultado al cien por cien. Veintiocho años esperando...Necesitaba ver si mi sueño estaba cumplido, ¡no podía aguantar, necesitaba ver!. Me quité el vendaje el cuarto día.

Sabes, no me importa tropezarme con todo, tener que ir más despacio, haber perdido mi fantástico trabajo o leer con los dedos. Sólo hay dos cosas que verdaderamente me dan rabia: una, que sólo pude ver mis ojos azules unos segundos antes de quedarme ciego; la otra..., la otra es que ya casi no recuerdo el color azul.

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